Detesto esa larga sonrisa hasta las orejas y la exagerada muestra de felicidad. Esa falsedad es la mejor manera de definir el acto de ocultar la tristeza que siente por ser el más deseado, el menos valorado.
Siempre por los demás, rodeado de risas.
Me deprimo solo al ver cómo alegra a la gente que olvida su propio estado. Es solo un instrumento sin mayor importancia que la de su hortera personalidad y divinación de la representación de la comedia.
Sin embargo, siempre me toca ser el payaso.
Otra vuelta de hoja y, cuando consigo acariciarlo, se difunde con el negro fondo de la desesperación. El telón granate que se arrastra por el andamio, se pierde con sus ondulaciones en la oscuridad, en la absoluta soledad.
Los zapatos me bailan en los pies. Me dejan respirar los dedos pero me hacen pensar que no es mi lugar.
Me va demasiado grande.
¿Cómo no va a ser demasiado grande, si ni veo el fondo de las risas que inundan los asientos?
Soledad ante tanta fortuna… o sin fortuna.
Porque, a pesar de la simpatía del público, mi posición será la misma. Mis oportunidades, nulas.
Buenos días, y con una alegre sonrisa puedo hacer feliz al desgraciado, también detesto la falta de atención de éste para con mi trabajo.
El maquillaje es mi mejor marca, el recuerdo que consigue atemorizar a algunos niños y pervertir a sus padres, que siguen su vida tras la actuación. Mis lágrimas no traspasan la máscara blanca o, si lo hacen, se camuflan con las gotas de sudor que recorren mis mejillas.
Mis manos, desnudas, siempre dispuestas a las bromas, a las inocentadas. A lanzar una tarta a la cara de un secundario, pero también a caer desde el trapecio, siendo mis andrajosas ropas mojadas objeto de burla.
Los churretones de pintura guían hasta, de nuevo, la larga sonrisa que tanto detesto.